Universidad: una visión del mundo
Guillermo Jaim Etcheverry
Academia Nacional de Educación. Buenos Aires. Argentina
correo electrónico: jaimet@retina.ar
 

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Esta entrega de Química Viva dedicada a la formación universitaria, brinda un ámbito propicio para reflexionar sobre las características que debería tener esa experiencia. Desde los albores de la universidad, sus misiones trascendentes han sido las de ilustrar, promover y defender la autonomía de la conciencia, desarrollar la habilidad de problematizar, afirmar la primacía de la verdad sobre la utilidad.

A lo largo de su historia milenaria, las universidades han debido adaptarse al contexto social en el que se han desenvuelto. Sin embargo, el núcleo básico que las estructura ha permanecido invariable a través del tiempo. Es ese núcleo el que explica su vitalidad y persistencia, el que las justifica y les confiere sentido. Fue admirablemente resumido a mediados del siglo XIII por Alfonso el Sabio cuando en “Las Siete Partidas” caracterizaba a los estudios generales, equivalentes a la actual universidad, como el “ayuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algun lugar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes.”

Como lo expresara no hace mucho el presidente de la Universidad de Columbia, Lee Bollinger: “Las universidades siguen teniendo sentido porque responden a la más profunda de las necesidades humanas, al deseo de comprender y de explicar ese saber a los demás. Una curiosidad viva unida a una preocupación acerca de los otros (la esencia de lo que llamamos humanismo), constituye un impulso humano simple e inextinguible, sin duda un elemento de la naturaleza humana tan profundo como los intereses más corrientemente citados de la propiedad o el poder, en torno a los que organizamos los sistemas políticos y económicos.” Tal vez sea ese el hilo conductor del destino universitario al que deberíamos regresar para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo.

Además de proporcionar los saberes técnicos particulares, para ser considerada como tal, una universidad debería fijarse como objetivo central entregar a quienes frecuentan sus claustros, una visión del mundo o, al menos, los elementos intelectuales que les permitan construirla. Esa ambiciosa aspiración, que la universidad se plantea cada vez con menos convicción, debería constituir nada menos que su brújula.

Es que en su esencia, la universidad es una institución de “ideas”: una creación europea que surgió como expresión formal de la convicción acerca de la primacía de la idea, del poder transformador, revolucionario, que tienen las ideas. Es, por lo tanto, la concreción del poder institucionalizado de la idea. Frente al poder político y al religioso, la universidad surge como el espacio autónomo de la idea. Es por eso que, al debilitarse como lo ha hecho en el mundo actual la trascendencia social de las ideas, la universidad comienza a decaer como espacio que las representa. Vivimos en un mundo de imágenes veloces que apelan a nuestra emoción y no al intelecto, un mundo que es cada día más de cosas que de ideas. Por eso, posiblemente una de las funciones que justifique la existencia de la universidad sea el seguir constituyendo el espacio en el que se aprende a respetar las ideas.

La universidad no sólo debe adaptarse a la sociedad, “responder a la demanda social”, como se exige crecientemente, sino que esa realidad debe prestar más atención a lo que se piensa en la universidad. Para eso es preciso reconquistarla desde su interior como un espacio de cultivo del intelecto. De lo que se trata no es sólo de modernizar la cultura, sino también de aportar cultura a la modernidad. Es que la universidad tiene la función irrenunciable de cultivar y proponer hacia afuera ciertos valores que le son propios. Su misión hoy es civilizar un milenio que parece desdeñar la búsqueda del sentido en la profundidad para intentar encontrarlo en la superficie de la realidad. Si alguna contribución original tal vez pueda hacer la universidad al pensamiento contemporáneo es, precisamente, la de brindar un marco que permita la generalización así como la comprensión de la globalidad que está presente en todos los problemas que enfrenta hoy el ser humano, desde él mismo hasta todo lo que le rodea.
Cualquiera sea la disciplina que enseñemos, los docentes universitarios deberíamos volver la mirada hacia la misión originaria de la universidad: proporcionar a las nuevas generaciones una brújula, una visión del mundo. Hoy nos proponemos formar personas para hacer cosas, para desempeñarse, mejor o peor, en el ámbito de lo práctico. Pero las lanzamos a la vida con escasas herramientas para comprender y analizar críticamente su realidad, tan compleja y velozmente cambiante. Desprovistas de la capacidad de identificar sentidos, requisito imprescindible para modificar la realidad.

Nuestros jóvenes merecen que hagamos cualquier esfuerzo para preservar y transmitirles esa visión singular de las posibilidades de lo humano que, en alguna medida, nosotros tuvimos el privilegio de recibir del ejemplo de nuestros maestros. Además, tienen derecho a acceder a esa herencia porque son sus genuinos depositarios y los encargados de transformarla. Cuando queramos identificar las palancas del cambio social sobre las que puede operar la universidad, no deberemos mirar muy lejos. Bastará con volvernos hacia las aulas. El escenario de ese cambio posible está allí, frente a nosotros: es la mente de nuestros jóvenes.

El autor es miembro de la Academia Nacional de Educación, fue Rector de la Universidad de Buenos Aires (2002-2006) y Decano de su Facultad de Medicina (1986-1990) e Investigador Principal del CONICET.
 


ISSN 1666-7948
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Revista QuímicaViva
Número 1, año 13, Abril 2014
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